Viviana González Herrera
Especialista en Desarrollo Territorial Sostenible y Gobernanza Socio-Territorial
Líder de Territorios Alimentarios
Prólogo: hablar de comida
Hablar de comida puede ser uno de los actos más placenteros que existen. La sola mención de ciertos platos despierta en la memoria sabores, aromas, momentos compartidos alrededor de una mesa, pero, la comida es también un lugar donde se cruzan el poder, la desigualdad, el prejuicio y la memoria. Lo que llega a nuestra mesa no siempre lo hace en condiciones equitativas, y muchas veces encubre historias de despojo, de silencios impuestos, de invisibilizaciones culturales. En la cultura alimentaria, que es mucho más que el acto de comer, se expresan tanto la diversidad y la riqueza como las violencias y las tensiones que atraviesan nuestras sociedades.

Decimos que la cultura alimentaria es un tejido: prácticas, saberes, relaciones, intercambios. Pero ese tejido está lleno de nudos: nudos coloniales que aún persisten, prejuicios raciales, desigualdades de género, marcas de clase. Lo que asociamos al disfrute cotidiano, al orgullo nacional o a la identidad cultural, muchas veces carga consigo los rastros de procesos históricos de dominación.
En América Latina, hablar de comida es hablar también de desigualdad. El hambre y la malnutrición conviven con la abundancia gastronómica que se ofrece en ferias y restaurantes. La pobreza alimentaria se superpone con discursos de identidad nacional que exaltan platos típicos. Y al mismo tiempo, resistencias silenciosas y colectivas —ollas comunes, comedores populares, colectivos gastrofeministas, asociaciones campesinas— reinventan cada día el sentido de alimentarse en contextos adversos.
La comida como cartografía
Fue desde esa tensión que comencé a preguntarme: ¿y si los alimentos fueran mapas? ¿y si cada bocado que comemos, cada condimento que usamos, guardara la memoria de un territorio, de sus despojos y de sus resistencias?
No me refiero a un mapa de líneas y coordenadas, sino a una cartografía simbólica: una forma de leer en los alimentos las huellas de la historia, de la geografía, de la cultura. Así entendí que hablar de comida no es solo hablar de nutrientes o de sabores, sino de territorios vivos que se expresan en lo que comemos.

En esa búsqueda apareció el mezkeñ nagche. A primera vista, es solo un condimento: ají cacho de cabra ahumado, mezclado con sal y semillas de cilantro, molido en piedra hasta formar un polvo rojo y ardiente. Pero detrás de ese sabor hay un mapa, en el que puede leer también la historia del despojo: la ocupación militar del Wallmapu, las reducciones, la expansión forestal, la mercantilización del condimento como “merkén”. Y se pueden interpretar, finalmente, las resistencias: la persistencia de las cocinas, las ferias locales, los proyectos de mujeres que lo reivindican como patrimonio vivo.
El mezkeñ, así, es un mapa comestible: guarda memoria, orienta identidades, señala pérdidas y revela horizontes de re-existencia.
Más allá del obvio placer
Cuando hablamos de comida, solemos quedarnos en lo evidente: el gusto, el disfrute, la receta. Pero mirar más allá del plato nos obliga a reconocer lo que alberga: luchas territoriales, relaciones de poder, prejuicios culturales. Nos obliga a aceptar que, junto al placer, conviven las desigualdades.

En este sentido, escribir sobre comida desde América Latina exige una mirada crítica y situada. No basta con celebrar la diversidad culinaria de la región; hay que preguntarse por las historias invisibles que cada alimento carga. Hay que hablar de colonialismo, de extractivismo, de patriarcado, de racismo. Hay que reconocer, al mismo tiempo, las formas de resistencia que emergen desde abajo: desde la olla común hasta la cooperativa de mujeres, desde el recetario de memoria hasta la feria local.
En este ensayo quiero detenerme en el mezkeñ nagche no solo para describirlo como condimento, sino para leer en él la historia de un pueblo y de un territorio. Lo haré siguiendo una triada analítica que surgió en mi investigación: territorialización, desterritorialización y reterritorialización.
Mi propuesta es simple y compleja a la vez: que nos animemos a leer los alimentos como mapas. Que entendamos que comer no es un acto neutro, sino un gesto cargado de historia, memoria y poder. Y que, al hacerlo, podamos vislumbrar en la comida no solo placer, sino también brújulas para imaginar futuros más justos.
Territorialización: factores de arraigo y escenas del mezkeñ
El mezkeñ nagche no surge de la nada. Se enraíza en un conjunto de factores materiales, espirituales y comunitarios que lo sostienen como práctica cultural. Hablar de territorialización es hablar de cómo un alimento se vincula íntimamente con un territorio, con su gente y con su cosmovisión.

En el caso de los Nagche, el mezkeñ expresa esa territorialización a través de al menos cinco dimensiones: la Ñuke Mapu, el lof, el kimün, la ritualidad y la memoria femenina.
La Ñuke Mapu
El ají cacho de cabra que da origen al mezkeñ crece en las huertas Nagche, espacios pequeños de cultivo que forman parte de la vida familiar y comunitaria. Allí, la tierra no se entiende como un recurso explotable, sino como Ñuke Mapu. Cada planta es cuidada en diálogo con la naturaleza: se protege de las heladas, se observa el ritmo de las estaciones, se agradece lo recibido.
Imaginemos una tarde de verano en la zona nagche. El sol tiñe de rojo intenso las vainas del ají que cuelgan en las plantas. Una mujer nagche camina entre las hileras, revisando con calma, tocando los frutos, decidiendo cuáles están listos para cosechar. El aire huele a tierra seca y a bosque cercano. En cada gesto se advierte una relación de respeto con la Ñuke Mapu. El ají no es un cultivo cualquiera: es parte de una red que incluye al suelo, al agua, al clima, a los árboles, a los espíritus que habitan el territorio.
El lof
El mezkeñ no se produce de manera individual. Forma parte de la vida comunitaria organizada en torno al lof, la unidad social mapuche. Allí, la producción, el consumo y el intercambio se entrelazan. El condimento circula en fiestas familiares, se comparte en nguillatunes, se regala como gesto de reciprocidad.
En una ceremonia, el mezkeñ puede aparecer en pequeñas ofrendas, compartido junto con otros alimentos. En una reunión, un frasco puede pasar de mano en mano, acompañado de historias y consejos. Territorializar el mezkeñ es también inscribirlo en un circuito social que fortalece la cohesión del lof.
El kimün
El conocimiento ancestral, o kimün, es otro factor clave. No se trata solo de saber técnico, sino de un saber situado, transmitido oralmente, que combina observación, experiencia y espiritualidad. El kimün orienta cuándo sembrar, cómo secar, qué maderas usar para ahumar.
El calendario mapuche, que sigue las fases de la luna y los ciclos naturales, ordena la producción del mezkeñ. Se siembra con la luna adecuada, se cosecha en el tiempo justo, se espera al sol del verano para secar. En este sentido, el mezkeñ está inscrito en un tiempo propio, diferente del calendario occidental.
La ritualidad
El mezkeñ no se limita a la cocina cotidiana. Tiene también un lugar en la ritualidad Nagche. En los nguillatunes, grandes ceremonias comunitarias, el condimento puede formar parte de las ofrendas a la Ñuke Mapu. Su color rojo, su ardor y su humo son símbolos de fuerza y continuidad.
En ese contexto, el mezkeñ trasciende su condición de alimento y se convierte en signo espiritual. Es vínculo entre la comunidad y la tierra, entre lo humano y lo sagrado. Territorializarlo significa también reconocerlo como elemento de sacralidad.
La memoria femenina
Son principalmente las mujeres Nagche quienes preparan el mezkeñ. Ellas guardan las semillas, dominan el arte de ahumar, transmiten el gesto de moler en piedra. Cada preparación es un acto de memoria. Una abuela enseña a su nieta cómo llevar a cabo elaboración familiar del mezkeñ, cómo reconocer el punto exacto de molienda. El sonido de la piedra contra la piedra se convierte en eco de generaciones.
El mezkeñ es, así, patrimonio femenino. No solo porque sean las mujeres quienes lo producen, sino porque en él se concentran las memorias, las historias y las resistencias que ellas han sostenido frente al despojo.

Una escena de territorialización
Podemos imaginar la escena completa: en la cocina de una ruka, una mujer enciende un fuego con leña de boldo. El humo empieza a llenar el aire. Sobre una rejilla de colihues, coloca los ajíes rojos ya secos. El humo los impregna lentamente. Afuera, niños juegan mientras los perros descansan. En el interior, el tiempo parece suspendido.
Cuando el ahumado termina, los ajíes pasan a la piedra de moler. La mujer comienza a trabajar con calma, mientras cuenta a su nieta cómo lo hacían antes, cómo su propia madre le enseñó. Entre las palabras y el sonido del mortero, el condimento se convierte en polvo rojo. La niña observa, repite el gesto, aprende. En esa escena, se condensa la territorialización del mezkeñ: tierra, comunidad, saber, ritual y memoria femenina.
Territorialización como cartografía simbólica
Desde la geografía crítica, podemos decir que el mezkeñ en esta fase es una cartografía simbólica territorializada. No es solo un condimento, sino un mapa vivo que guarda memoria de la Ñuke Mapu, del lof, del kimün, de la ritualidad y de la memoria femenina. Cada cucharada de este preparado es una coordenada de ese mapa: una inscripción de identidad y pertenencia.
La territorialización nos muestra que el alimento no es neutro ni accesorio. Es parte de la vida, de la política, de la espiritualidad. Es una brújula que orienta la existencia Nagche.
Desterritorialización: reducciones, despojo y la transformación del mezkeñ en mercancía
Si la territorialización nos habla de arraigo, la desterritorialización nos enfrenta al despojo. Es el momento en que el mezkeñ, inseparable de la Ñuke Mapu y de la vida Nagche, es arrancado de su contexto y convertido en otra cosa.

Las reducciones: fragmentar el territorio
El siglo XIX marcó una fractura decisiva. Tras la ocupación militar del Wallmapu por parte del Estado chileno, el pueblo mapuche fue confinado a pequeñas fracciones de tierra conocidas como reducciones. Para los Nagche, esto significó perder vastas extensiones de su territorio ancestral. Lo que antes eran grandes espacios de cultivo, bosque y agua se redujo a lotes mínimos, muchas veces de baja calidad, que apenas alcanzaban para sobrevivir.
En esos espacios reducidos, mantener la producción de mezkeñ se volvió más difícil. Faltaba tierra para sembrar suficiente ají, faltaba bosque nativo para obtener la leña con la que se ahumaba, faltaba agua para sostener los cultivos. El condimento, que había sido símbolo de abundancia y continuidad, comenzó a elaborarse en condiciones de escasez y precariedad.
Las reducciones no solo fragmentaron la tierra: fragmentaron la vida comunitaria. La cohesión del lof se debilitó, las redes de intercambio se redujeron, las ceremonias se vieron restringidas. El mezkeñ se territorializaba en condiciones adversas, presionado por la falta de recursos y por la imposición de nuevas lógicas estatales.
El despojo productivo: monocultivos y forestales
Durante el siglo XX, el despojo continuó bajo otras formas. Primero fueron los monocultivos agrícolas, especialmente el trigo, que ocuparon grandes extensiones de la depresión intermedia. Después llegaron los monocultivos forestales de pino y eucalipto, que avanzaron sobre tierras mapuche, reemplazando bosques nativos y secando los ríos.
La industria forestal transformó radicalmente la geografía Nagche. El agua comenzó a escasear, los suelos se empobrecieron, la biodiversidad se redujo. En ese escenario, producir mezkeñ se volvió aún más complicado. La leña nativa era cada vez más difícil de conseguir, los espacios para cultivar ají se estrechaban, los ciclos de la naturaleza se alteraban.
La territorialización original, basada en la Ñuke Mapu, en el lof y en el kimün, se vio asfixiada por un modelo productivo extractivista que priorizaba la ganancia sobre la vida. El mezkeñ quedó atrapado en esa tensión: seguía elaborándose en las cocinas, pero cada vez con más dificultad.
La folclorización: reducir lo mapuche a exotismo
Mientras el despojo material avanzaba, también se producía un despojo simbólico. La cultura mapuche comenzó a ser presentada en el imaginario nacional como folclore: un conjunto de costumbres pintorescas, despojadas de su densidad política y espiritual.
En ese marco, el mezkeñ fue visto desde fuera como un condimento curioso, exótico, propio de un pueblo asociado a la “tradición” pero no al presente ni al futuro. Se invisibilizó su carácter de cartografía simbólica, reduciéndolo a una nota de color en el paisaje cultural chileno.
La folclorización funcionó como una forma de desterritorialización simbólica: despojar al alimento de su historia y presentarlo como simple adorno, como algo que podía mostrarse sin necesidad de comprenderlo.
La mercantilización: del mezkeñ al merkén
A fines del siglo XX, el mezkeñ fue apropiado por la gastronomía urbana y reetiquetado como merkén. El cambio de nombre es revelador: “mezkeñ”, que en mapuzungun significa “molido”, fue reemplazado por una forma simplificada y más comercial.
En frascos elegantes, con etiquetas de diseño, el condimento fue presentado como producto gourmet. Se exaltaba su sabor ahumado y su versatilidad, pero se omitía su origen Nagche. En ferias internacionales y en programas de cocina, el merkén fue celebrado como símbolo de la modernidad gastronómica chilena.
La paradoja era evidente: mientras el merkén se volvía ícono de exportación, las comunidades Nagche seguían marginadas, sin reconocimiento ni beneficios. El polvo rojo, que en las cocinas y en los nguillatunes era memoria y resistencia, se convirtió en las vitrinas en mercancía despojada de historia.
Una escena de desterritorialización
Imaginemos una feria gourmet en Santiago. Sobre una mesa cubierta con mantel blanco, se exhiben frascos pequeños con etiquetas que dicen “merkén: condimento típico chileno”. Los visitantes los toman, los huelen, los compran como souvenir. Nadie menciona a los Nagche, nadie habla de reducciones, nadie recuerda los bosques talados. El condimento aparece como sabor exótico, listo para integrarse en recetas de autor.
Al mismo tiempo, en una ruka de Nahuelbuta, una mujer sigue moliendo ají en piedra, con leña cada vez más escasa y agua cada vez más difícil de conseguir. Su frasco no tiene etiqueta de diseño, pero guarda la memoria de generaciones. En esa simultaneidad se condensa la desterritorialización: la distancia entre el alimento como mercancía y el alimento como memoria.
Cartografía simbólica vaciada
Desde la geografía crítica, podemos decir que la desterritorialización del mezkeñ es un proceso de vaciamiento. El alimento sigue existiendo, pero su cartografía simbólica es borrada o transformada. En el mercado, aparece como producto descontextualizado, desligado de la Ñuke Mapu, del lof, del kimün, de la ritualidad y de la memoria femenina.
El mezkeñ, en su versión mercantilizada como merkén, ya no orienta ni guarda memoria: se convierte en logotipo, en objeto de consumo. La cartografía viva se transforma en etiqueta.
Reterritorialización: re-existencias y memorias en acto
Si la desterritorialización nos habla del despojo y el vaciamiento, la reterritorialización nos conduce a las formas en que la identidad territorial Nagche ha persistido y reinventado su vínculo con el mezkeñ. Es el momento en que, pese a las pérdidas y a la mercantilización, el alimento se reancla en la vida comunitaria y se resignifica como símbolo de resistencia.
Persistencia cotidiana
Incluso en las condiciones más adversas, el mezkeñ nunca desapareció. En las cocinas familiares, las mujeres siguieron sembrando ají en pequeñas chacras, siguieron encendiendo el fuego para ahumar con la leña disponible, siguieron moliendo en piedra. Aunque el agua era cada vez más escasa y el bosque nativo más difícil de encontrar, la práctica no se interrumpió.
Esa persistencia cotidiana puede parecer menor, pero es fundamental. Cada kilo de mezke´preparado en condiciones de precariedad es un acto político: una afirmación de continuidad frente al despojo. El condimento se territorializa de nuevo en cada cocina que lo produce, en cada familia que lo consume, en cada ceremonia que lo incorpora.
Reaparición en ferias locales
En las últimas décadas, el mezkeñ comenzó a circular de nuevo en espacios colectivos, especialmente en ferias locales. Allí, las bolsitas no se presentan como “merkén gourmet”, sino como lo que son: mezkeñ Nagche o mapuche en su generalidad. Cada venta, cada intercambio, es también una declaración política: este condimento nos pertenece, forma parte de nuestra identidad, guarda nuestra memoria.
En las ferias, el mezkeñ convive con otros productos locales: miel, hierbas medicinales, tejidos, hortalizas. Se ofrece como parte de una economía de proximidad, basada en la confianza y en el reconocimiento mutuo. En esos espacios, la cartografía simbólica vuelve a ser visible.
Cooperativas y asociaciones de mujeres
Un elemento clave en la reterritorialización ha sido la acción de mujeres Nagche organizadas en cooperativas y asociaciones. Ellas han impulsado proyectos de producción y comercialización que buscan no solo ingresos económicos, sino también el reconocimiento cultural del mezkeñ.
En talleres y encuentros, las mujeres enseñan cómo robustecer el cuidado del alimento, desde las bases, cómo mantener las prácticas tradicionales de producción, cómo mantener vivos los relatos en torno al alimento y a los usos en diferentes preparaciones. En esos espacios se transmite el kimün, se refuerza la memoria femenina y se construye comunidad.
Algunas iniciativas incluso han planteado la posibilidad de buscar una Indicación Geográfica para el mezkeñ. Más allá de lo jurídico, esa aspiración expresa un deseo político: que el condimento deje de ser visto como un sabor genérico y se reconozca su origen territorial.
Una escena de reterritorialización
Podemos imaginar una feria en una de las comunas que comprenden el territorio en cuestión. Varias mujeres Nagche disponen sobre la mesa frascos y bolsitas de mezkeñ, envueltos en papel sencillo, sin etiquetas sofisticadas. Los visitantes los prueban, sienten el ardor en la lengua, perciben el humo en el aroma. Una de las mujeres explica cómo lo preparan, cuenta que aprendió de su madre y de su abuela. Al lado, otra mujer muestra hierbas medicinales, otra ofrece miel.
La escena es sencilla, pero cargada de significado. Cada frasco vendido es un acto de memoria y de resistencia. Cada palabra compartida es una forma de reinscribir el alimento en el territorio. La feria se convierte así en un espacio de reterritorialización: el mezkeñ vuelve a ser mapa vivo, vuelve a orientar, vuelve a significar.
Incluso en estas ferias, cuando no se deja comercializar los productos mapuche, el mezkeñn ha sido utilizado como arma de defensa contra la represión policial. Antiguamente este condimento también fue usado artefacto de guerra. Vuelve a ser lo que fue.
Re-existencia como categoría
La reterritorialización puede entenderse también como una forma de re-existencia. Más que resistir pasivamente, las comunidades Nagche han reinventado sus prácticas para sostener la vida en condiciones adversas.
El término “re-existencia” no alude solo a sobrevivir, sino a crear nuevas formas de existencia que afirmen la dignidad y la identidad. En el caso del mezkeñ, la re-existencia se expresa en la persistencia cotidiana de las cocinas, en la circulación en ferias, en los proyectos de mujeres, en la reivindicación del alimento como patrimonio.
Cartografía simbólica resignificada
Desde la geografía crítica, podemos decir que la reterritorialización devuelve al mezkeñ su condición de cartografía simbólica. Pero no se trata de un simple retorno al pasado: es una cartografía resignificada, atravesada por la memoria del despojo y fortalecida por la voluntad de persistir.
Cada bolsita de este preparado hoy lleva consigo dos huellas: la herida de la reducción y del despojo, y la fuerza de la continuidad cultural. En esa doble inscripción radica su potencia. El mezkeñ no es solo un condimento: es una brújula que recuerda el camino recorrido y señala el horizonte de la re-existencia.
Una brújula ardiente
Podríamos decir que cada vez que alguien enciende un fuego, ahúma ají, lo muele en piedra y lo convierte en mezkeñ, está trazando un mapa. Un mapa que no aparece en los registros oficiales ni en los catastros estatales, pero que tiene la fuerza de la memoria. Ese mapa dice: pu nagche mogelein —los Nagche existen.
El ardor persistente del mezkeñ en la boca no es solo sabor: es memoria que se niega a desaparecer, es cartografía simbólica que vuelve a dibujarse una y otra vez, es brújula que orienta la continuidad de una identidad territorial de un pueblo en resistencia.
Comparaciones latinoamericanas: mapas comestibles compartidos
El mezkeñ nagche nos enseña que un alimento puede ser cartografía simbólica, que guarda memoria de un territorio y revela procesos de despojo y resistencia. Pero esta lectura no se agota en el sur de Chile. América Latina entera está llena de alimentos que cumplen funciones similares: mapas vivos que cuentan historias de pueblos, de desigualdades y de luchas.
El maíz en México
El maíz es quizá el ejemplo más evidente. En México, no es solo un cultivo: es base de la alimentación, símbolo de identidad, relato mítico de origen. Según los mitos mesoamericanos, los humanos fueron hechos de masa de maíz. Su territorialización se expresa en las milpas, en las tortillas, en los tamales, en la vida comunitaria que gira en torno a él.
Pero también ha sufrido procesos de desterritorialización. La llegada de variedades transgénicas, el dominio de las empresas semilleras, la homogenización de sabores y colores amenazan la diversidad milenaria. Frente a eso, comunidades campesinas y organizaciones sociales han impulsado reterritorializaciones: ferias de semillas, bancos comunitarios, redes de defensa del maíz nativo. Cada tortilla hecha con maíz criollo es un acto de resistencia, un mapa que recuerda la diversidad y la dignidad.
La quinoa en los Andes
En los Andes, la quinoa ha vivido una historia parecida. Cultivada por siglos en altiplanos fríos y áridos, fue alimento básico de comunidades campesinas e indígenas. Su territorialización estaba ligada a los ciclos de la Pachamama, al ayni (reciprocidad) y a la vida comunitaria.
Durante décadas, fue despreciada como “comida de pobres”. Pero a inicios del siglo XXI, la quinoa se convirtió en superfood global. En los mercados internacionales, alcanzó precios altísimos, celebrada como alimento nutritivo y sostenible. Sin embargo, ese auge también provocó tensiones: encarecimiento para las comunidades locales, presión para aumentar la producción, riesgo de homogeneización.
En respuesta, han surgido procesos de reterritorialización: proyectos que reivindican la quinoa como patrimonio andino, iniciativas que buscan equilibrar exportación con soberanía alimentaria, organizaciones que defienden la diversidad de variedades nativas. Cada grano de quinoa cocido en una cocina andina es un recordatorio de que este alimento pertenece primero a quienes lo han cultivado por siglos.
El cacao en Mesoamérica
El cacao es otro mapa comestible. En Mesoamérica, fue alimento sagrado, bebida ritual de reyes y guerreros, símbolo de prestigio y vínculo con lo divino. Territorializado en selvas húmedas, se convirtió en eje de comercio y de vida espiritual.
Con la colonización, fue desterritorializado y convertido en mercancía global. El chocolate industrial, consumido en todo el mundo, poco tiene que ver con el cacao ritual. A menudo está ligado a explotación laboral, monocultivos y deforestación.
Hoy, comunidades productoras impulsan reterritorializaciones: rescatan variedades nativas, elaboran chocolate artesanal con identidad territorial, reivindican la memoria sagrada del cacao. Cada taza de cacao ceremonial que se comparte en un ritual comunitario es un mapa que recuerda la profundidad espiritual del alimento.
Migración y arraigo
Los procesos de migración en América Latina también han convertido a la comida en cartografía. Personas que cruzan fronteras llevan consigo recetas, sabores, prácticas. Una arepa en Chile, un ceviche en México, un tamal en Estados Unidos se convierten en brújulas de arraigo.
La comida migrante es territorialización en movimiento: mapas portátiles que permiten sostener identidades en contextos nuevos. También enfrenta desterritorializaciones: discriminación, racismo, precariedad. Pero al mismo tiempo, genera reterritorializaciones: nuevos espacios gastronómicos, ferias multiculturales, cocinas colectivas que mezclan sabores y experiencias.
Feminismos gastropolíticos
Un aspecto clave de las luchas alimentarias en la región son los feminismos gastropolíticos. Las mujeres han sido históricamente quienes sostienen la cocina, pero también quienes enfrentan desigualdades y violencias en el sector gastronómico. Colectivos gastrofeministas han denunciado discriminación laboral, acoso, invisibilización.
Al mismo tiempo, han propuesto alternativas: cocinas colectivas, recetarios de memoria, proyectos que reivindican la cocina como espacio de poder y no de subordinación. En estos espacios, la comida se convierte en mapa de luchas feministas, en cartografía que conecta cuidado, resistencia y emancipación.
Ollas comunes y comedores populares
En momentos de crisis, las ollas comunes y los comedores populares han sido expresiones concretas de soberanía comunitaria. Durante dictaduras, crisis económicas o la pandemia de COVID-19, cocinar colectivamente fue forma de resistir el hambre y de fortalecer lazos.
Cada olla que hierve en un barrio popular es cartografía de cuidado: un mapa de solidaridad frente a la precariedad. Allí, la comida no es mercancía, sino vínculo. No es gourmet, pero es vital. La territorialización se expresa en la organización barrial, la desterritorialización en el hambre impuesto, la reterritorialización en la solidaridad.
Una cartografía latinoamericana
Estos ejemplos muestran que el mezkeñ no está solo. El maíz, la quinoa, el cacao, la comida migrante, las ollas comunes, los feminismos gastropolíticos: todos son expresiones de una cartografía comestible latinoamericana.
En cada caso, se repite la triada: territorialización (arraigo, prácticas, memorias), desterritorialización (despojo, mercantilización, folclorización) y reterritorialización (resistencias, re-existencias, resignificaciones).
Leer la comida como mapa es reconocer que América Latina es un territorio de sabores en disputa, de memorias encarnadas, de luchas que se cocinan todos los días.
Epílogo: mapas para el futuro
Hablar de comida es hablar de vida. Cada bocado que llevamos a la boca contiene más de lo que parece: tierra, agua, trabajo, memoria, historia. Ya lo mencioné previamente, comer nunca es un acto neutro. En el mezkeñ nagche, en el maíz mexicano, en la quinoa andina, en el cacao mesoamericano, en cada alimento de nuestra América Latina palpita una cartografía.
Estas cartografías son al mismo tiempo heridas y brújulas. Heridas, porque recuerdan despojos, reducciones, explotaciones, violencias coloniales y patriarcales. Brújulas, porque señalan horizontes de dignidad, de cuidado y de re-existencia.
El mezkeñ nagche es un ejemplo claro. Lo que parecía un simple condimento revela siglos de historia: territorialización en la Ñuke Mapu, desterritorialización en las reducciones y la mercantilización, reterritorialización en las cocinas y ferias de hoy. Ese polvo rojo guarda la memoria de una identidad territorial, de un pueblo mapuche y la fuerza de su persistencia.
El poder de nombrar
Nombrar importa. Decir mezkeñ o medkeñ en lugar de merkén no es solo un detalle lingüístico: es un acto político. Es devolver al alimento su origen, reconocerlo en su lengua, situarlo en su territorio. Nombrar es reinscribir la cartografía simbólica en cada palabra.
En América Latina, lo mismo ocurre con tantos otros alimentos cuyos nombres han sido borrados, deformados o apropiados. Recuperar esos nombres es parte de la lucha. Nombrar bien es una forma de reterritorializar.
La comida como memoria
Cada receta puede ser también un archivo. En los recetarios de madres buscadoras en México, en las preparaciones de abuelas en los Andes, en los cuadernos manchados de aceite que guardan fórmulas familiares, late una memoria colectiva.
La comida conserva la posibilidad de volver a lo que parecía perdido. Preparar un plato puede ser un acto de duelo, de resistencia, de homenaje. Puede ser también un acto de futuro: enseñar a una hija o a un nieto a cocinar es sembrar continuidad.
La comida como cuidado
Frente a un mundo marcado por la desigualdad, la crisis climática y la homogenización alimentaria, la comida puede ser también un lugar de cuidado. En las ollas comunes, en los comedores populares, en las cooperativas de mujeres, cocinar es cuidar la vida de otros.
Ese cuidado es político. No se trata solo de nutrir, sino de sostener comunidades, de resistir al hambre impuesto, de afirmar que la vida vale más que el mercado. Cada olla que hierve en un barrio, cada bolsita de mezkeñ en una feria, cada semilla guardada en papel de diario es parte de una red de cuidado que atraviesa la región.
La comida como resistencia
Comer distinto también es resistir. Elegir maíz nativo frente al transgénico, quinoa andina frente a la importada, mezkeñ Nagche frente al merkén gourmet, no son simples decisiones de gusto: son actos políticos.
La resistencia no siempre se expresa en grandes gestos. A veces está en lo pequeño: en encender un fuego, en ahumar un ají, en compartir un plato. La resistencia se cocina a fuego lento.
Imaginando futuros
Leer los alimentos como mapas nos permite imaginar futuros distintos. Un futuro donde la soberanía alimentaria sea derecho y no privilegio. Un futuro donde la diversidad culinaria no sea solo espectáculo para turistas, sino práctica cotidiana de dignidad. Un futuro donde las mujeres que sostienen las cocinas reciban el reconocimiento que merecen. Un futuro donde migrar no signifique perder el sabor de la infancia, sino reinventarlo en contextos nuevos.
El mezkeñ nos enseña que esos futuros no son abstractos. Están en acto cada vez que alguien lo prepara, lo comparte, lo nombra. La cartografía simbólica no es solo pasado: es también presente y horizonte.
Palabras finales
Quisiera cerrar con una imagen: una niña Nagche observa a su abuela moler ají en piedra. El humo del fuego impregna la cocina. Afuera, los bosques luchan contra la amenaza de los monocultivos. Adentro, el sonido del kudi (mortero) se mezcla con la voz de la abuela que explica, enseña, recuerda.
En ese gesto cotidiano se condensa una historia de siglos. Allí está la territorialización, el despojo, la resistencia. Allí está la memoria de un pueblo y la posibilidad de un futuro.
Hablar de comida puede ser placentero, pero también puede ser profundamente transformador. Porque al hablar de comida, hablamos de quiénes somos, de lo que hemos perdido y de lo que queremos recuperar. Al hablar de comida, trazamos mapas.
El mezkeñ nagche, con su ardor persistente y su color encendido, es uno de esos mapas. Un mapa que no aparece en atlas oficiales, pero que guarda la historia viva de un pueblo y de una región. Un mapa comestible que nos recuerda que comer nunca es solo comer: es habitar, recordar y proyectar.
Quizá ese sea el mayor poder de la comida: enseñarnos, entre placer y dolor, entre memoria y esperanza, que los territorios no solo se recorren con los pies, sino también con la lengua y con el corazón.
Geógrafa | Consultora Independiente FAO
Especialista en Desarrollo Territorial Sostenible y Gobernanza Socio-Territorial
Líder de Territorios Alimentarios
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